



El Programa fue presentado en abril de 1999, cuando la desocupación masiva, el hambre y la desafiliación de grandes sectores eran una realidad cotidiana, si bien no se habían aún desplegado con las características catastróficas que se sucedieron tiempo después.
Nacido en situación crítica, constituye una oportunidad de construcción colectiva orientada a la restitución de derechos. Incluso del derecho a recibir de parte del Estado el sostén de una política de salud que garantice su ejercicio. No es producto de un destiempo, o una especie de invasión de lo utópico entre los pliegues del “posibilismo”: Es parte de una apuesta a una transformación en las políticas en salud mental que combine la coherencia entre sus objetivos enunciados y sus acciones con la eficiencia en la distribución de sus recursos.
Las experiencias ya consolidadas en otros países muestran claramente que los servicios de salud mental de base comunitaria son la respuesta no sólo científica y éticamente insoslayable para el tratamiento de personas con padecimiento mental grave: constituyen una decisión política racional para la distribución del gasto público en salud. Su complemento indispensable es el cese de las internaciones prolongadas innecesariamente.
En el Hospital José Esteves, donde el programa se ha instalado y desarrollado, pudo demostrarse que la integración social de pacientes cronificadas en largos periodos de internación es posible, sustentable y amplificable a muchas personas que actualmente viven recluídas y por lo tanto privadas del goce de su derecho a vivir en la comunidad.
La alienación, la agresividad y la violencia no son privativas de quienes padecen alguna de las formas de sufrimiento mental grave: están presentes en cada uno de nosotros. En este sentido, la “locura” puede ser pensada como un fracaso en la difícil tarea de articular estos términos en la relación con las demás personas, de una fractura en el lazo social.
Las prácticas de internación crónica han estado basadas históricamente en la asociación de las ideas de agresividad-violencia-peligrosidad atribuída a los sujetos con padecimiento mental. Esto ha justificado no solo la reclusión sino todo un tratamiento discriminatorio en lo social y jurídico destinado a estas personas.
Al determinar una internación, se aducen como razones el estado patológico del individuo y la necesidad de tratamiento. Se encierra bajo el criterio de prevenir que el enfermo atente contra sí mismo o contra terceros y no necesariamente porque haya cometido actos de naturaleza peligrosa. Con la internación se “garantiza” a los ciudadanos que van a estar protegidos de la “peligrosidad” supuestamente encarnada por los pacientes, pero no está contemplado el paciente como sujeto de las garantías, lo que supondría una externación sin trabas en el momento en que cede el estado crítico que causó la internación.
El fin de la internación, requiere de un procedimiento complejo muy difícil de producir, teniendo en cuenta el habitual desamparo social y abandono familiar que padecen estos individuos. Es necesario intentar nuevas salidas a la complejidad del problema de la externación, que incluya la articulación de criterios tanto terapéuticos como judiciales evitando así la parcialización y fragmentación de prácticas que afectan el destino de las personas con padecimiento mental severo al confinarlas en el aislamiento.
Promover la externación asistida dentro de un proceso de rehabilitación, implica un posicionamiento ético y clínico respecto de los derechos de los pacientes. Las condiciones en que se prepare y se lleve a cabo esa externación, la participación activa de cada usuario del Programa, el sostén social y terapéutico extendido en el tiempo, serán factores decisivos en lo que hace a la posibilidad de producir una integración social efectiva de quienes padecieron los efectos de la enfermedad y la internación indebidamente prolongada.
El Programa fue presentado en abril de 1999, cuando la desocupación masiva, el hambre y la desafiliación de grandes sectores eran una realidad cotidiana, si bien no se habían aún desplegado con las características catastróficas que se sucedieron tiempo después.
Nacido en situación crítica, constituye una oportunidad de construcción colectiva orientada a la restitución de derechos. Incluso del derecho a recibir de parte del Estado el sostén de una política de salud que garantice su ejercicio. No es producto de un destiempo, o una especie de invasión de lo utópico entre los pliegues del “posibilismo”: Es parte de una apuesta a una transformación en las políticas en salud mental que combine la coherencia entre sus objetivos enunciados y sus acciones con la eficiencia en la distribución de sus recursos.
Las experiencias ya consolidadas en otros países muestran claramente que los servicios de salud mental de base comunitaria son la respuesta no sólo científica y éticamente insoslayable para el tratamiento de personas con padecimiento mental grave: constituyen una decisión política racional para la distribución del gasto público en salud. Su complemento indispensable es el cese de las internaciones prolongadas innecesariamente.
En el Hospital José Esteves, donde el programa se ha instalado y desarrollado, pudo demostrarse que la integración social de pacientes cronificadas en largos periodos de internación es posible, sustentable y amplificable a muchas personas que actualmente viven recluídas y por lo tanto privadas del goce de su derecho a vivir en la comunidad.
La alienación, la agresividad y la violencia no son privativas de quienes padecen alguna de las formas de sufrimiento mental grave: están presentes en cada uno de nosotros. En este sentido, la “locura” puede ser pensada como un fracaso en la difícil tarea de articular estos términos en la relación con las demás personas, de una fractura en el lazo social.
Las prácticas de internación crónica han estado basadas históricamente en la asociación de las ideas de agresividad-violencia-peligrosidad atribuída a los sujetos con padecimiento mental. Esto ha justificado no solo la reclusión sino todo un tratamiento discriminatorio en lo social y jurídico destinado a estas personas.
Al determinar una internación, se aducen como razones el estado patológico del individuo y la necesidad de tratamiento. Se encierra bajo el criterio de prevenir que el enfermo atente contra sí mismo o contra terceros y no necesariamente porque haya cometido actos de naturaleza peligrosa. Con la internación se “garantiza” a los ciudadanos que van a estar protegidos de la “peligrosidad” supuestamente encarnada por los pacientes, pero no está contemplado el paciente como sujeto de las garantías, lo que supondría una externación sin trabas en el momento en que cede el estado crítico que causó la internación.
El fin de la internación, requiere de un procedimiento complejo muy difícil de producir, teniendo en cuenta el habitual desamparo social y abandono familiar que padecen estos individuos. Es necesario intentar nuevas salidas a la complejidad del problema de la externación, que incluya la articulación de criterios tanto terapéuticos como judiciales evitando así la parcialización y fragmentación de prácticas que afectan el destino de las personas con padecimiento mental severo al confinarlas en el aislamiento.
Promover la externación asistida dentro de un proceso de rehabilitación, implica un posicionamiento ético y clínico respecto de los derechos de los pacientes. Las condiciones en que se prepare y se lleve a cabo esa externación, la participación activa de cada usuario del Programa, el sostén social y terapéutico extendido en el tiempo, serán factores decisivos en lo que hace a la posibilidad de producir una integración social efectiva de quienes padecieron los efectos de la enfermedad y la internación indebidamente prolongada.